martes, octubre 21, 2008

El club

Clubes, los hay de lo más peregrinos.
Y las asociaciones más inauditas, como la que estaban montando de criadores de cerdos vietnamitas para animal de compañía, que, oiga, parece que cumple, que es un cerdo achuchado... Pero ya conocíamos a Babé, el cerdito valiente, que hablaba con las ovejas.
Pero no es de asociaciones de criaderos de setas de secano en verano ni de levantadores de piedra ni de tejedoras de paños de Lagartera de lo que hablo... hablo de algo más esencial: Dead Verse Club, El Club de los Poetas Muertos.
Sin padres, sin televisión, con tradiciones que romper y estudios humanísticos, unos jóvenes descubren la fuerza de la amistad y de la palabra, la palabra dicha, no la explicada, la que se funde con uno y la que nos hace a cada uno, la que al final es uno mismo: ¿quién soy yo si no tengo la palabra?
Se prestan a Walt Withman, escuchan la voz del surrealismo, experimentan con la potencia de la asociación libre, disfrutan de la escritura automática, alucinan con la fuerza del verso, compadrean con sus fantasías y se descubren sometidos a la misma fuerza que todos los poetas han sentido: el amor, el dolor, la vida y la muerte... Y se ríen.
Oh, capitán, mi capitán.
Y algunos se suben encima del pupitre y alcanzan a ver la vida con un poco más de horizonte que otros, que jamás se han subido a nada.
Me encantan las montañas, porque cuando se está arriba, tras el esfuerzo, el cansancio, el peligro y el jadeo, hay un premio: una amplia mirada, sin juicio, sin comparación... Se alcanza el mar y se escucha el latido del corazón.

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